sábado, 29 de diciembre de 2012

Magias y problemas del íncipit

La palabra “íncipit”, que viene del latín y significa “empieza” o “comienza”, es el nombre que se le da al primer párrafo de cualquier texto, ya sea una novela, un ensayo, un poema, un cuento, una encíclica papal o un artículo periodístico. El mejor ejemplo es el íncipit más best seller de todos, el de la Biblia, que sencilla y grandiosamente nos introduce en medio de la acción y del escenario y nos presenta de una vez al Protagonista:
“En el principio creó Dios los Cielos y la Tierra”.
Otro ejemplar íncipit, aunque de tono más sencillo, es el del Quijote, con el que don Miguel de Cervantes, dizque dando un simple dato topográfico, nos intriga mediante la lateral alusión a un penoso asunto que por nada en el mundo querría recordar:
“En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.”
Si hubiera que traer un ejemplo más reciente y cercano, cuál mejor que el del íncipit de tan alta tensión narrativa de Pedro Páramo, que ya propone una obsesión y una búsqueda:
“Vine a Comala porque me dijeron que aquí vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”.
Cualquier comienzo de un texto es un íncipit, pero no todos los íncipits enganchan al lector o quedan en la memoria. Si hay los que te animan a continuar leyendo un libro, también existen los que te causan sopor o soponcio, y los que son irrecordables a los cinco minutos de haberlos leído. Algunos buenos lectores e incluso algunos críticos muy serios han dicho que las primeras líneas de un libro alientan o desalientan a su lectura. Por eso hay escritores que “se matan” ante la cuartilla en blanco, devanándose los sesos para hallar el ¡ábrete, sésamo!, el íncipit que desencadene la imaginación, o el razonamiento, o la catarata de endecasílabos, y que, en fin, eche a andar la maquinaria verbal. No faltan los doctos o los irresponsables que recomiendan empezar por donde sea, o a media res, puesto que “para trazar un círculo se puede comenzar por cualquier parte”. Argumento circular si los hay, y solución no siempre acertada, pues no todos los comienzos tienen la garra, the it, el abracadabra, le charme del íncipit que apenas ha brotado en la página lo sentimos llegado para quedarse. Por lo contrario, aun siendo yo un proustiano devoto, no creo que se podría animar a nadie a leer el libro enorme y exquisito de don Marcel citando la línea tan banal, tan insípidamente cotidiana, y tan sin gracia, que lo inicia:
“Por largo tiempo me he acostado temprano”.
En contraparte, hay íncipits como el de La metamorfosis, de Kafka, que te fascinan y te arrastran hacia el inquietante curso del relato:
“Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto”.
Tómese en cuenta que así como hay el íncipit que propicia y engendra el libro, en cambio existe el íncipit que de entrada ha comenzado a destruirlo.
La verdad es que no se conoce una fórmula, una receta, un método para el íncipit. Intuimos que hay una clase de íncipit que en estos tiempos ya es obsoleto y aberrante, y que sólo se atrevería a usarlo un escritor con vocación suicida como tal. Umberto Eco ha dicho que ya nadie osaría comenzar un cuento de modo tan lindo, cándido y desastroso como:
“Era un alegre día de primavera, el sol lucía y los pájaros cantaban.”
Aunque, ¿quién sabe?, quizá un íncipit así tenga razón de ser si se le escribiera en sentido irónico, o paródico, o cómico, o en una demostración de la cursilería de cierto autor de bigote de manubrio y con espíritu de pianola con vista al mar.
El íncipit es un animal misterioso, escurridizo, de difícil clasificación y de ardua reducción a fórmula, a regla de manual de redacción. No hay instructivo de “how to make it”. Se sabe, por ejemplo, que ciertos atendibles autores recomiendan empezar el escrito con una oración larga y circunvolutiva (como la del íncipit del Quijote), de modo que envuelva y cautive al lector del relato, y otros autores igualmente atendibles aconsejan el íncipit de oración breve (como el del libro de Proust) para capturarnos en la red de largos periodos que se extiende por los siete gruesos tomos de A la recherche du temps perdu.
Y…
No es posible concluir este desconcertado artículo sin mencionar “El dinosaurio”, el célebre relato de Augusto Monterroso que ejerce la maravilla de ser a la vez un mero íncipit y el cuento completo:
“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.”

Los inmortales del momento 

José de la Colina

 Artículo aparecido en el periódico Milenio, Edición Nacional, el 16/09/2012 en la sección de Cultura.